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viernes, 7 de julio de 2023

Aprendí mucho de mis alumnos

Por Pablo Ángel Gil Morales

Se trata de un artículo irónico donde el autor desmonta una expresión y una visión, entre romántica y  afectada, muy extendida y repetida (a saber, "yo aprendo mucho de mis alumnos"), pero que no conduce más que a falsear la realidad educativa, acercando esta a un cuento infantil de hadas, intragable para mentes críticas.

Pues va a ser que no. NO. Yo no aprendí nada de mis alumnos. Al menos, no aprendí nada realmente interesante. 

Cada vez que escucho o veo escrito esta especie de ridículo mantra, no puedo evitar pensar que este profesor es un cursi, o un mentiroso o un gran ignorante. 

Por empezar por el final, si el profesor que emite el citado mantrita es un gran ignorante puede que, efectivamente, sean sus alumnos los que le hayan enseñado cosas, resultando el proceso educativo extrañamente invertido.  En este caso, lo primero que se me ocurre -esto es muy importante para la empresa educativa que lo tuviera contratado como profesor- es que, ante este fraudulento arte de enseñar, al profesor ignorante se le debería reclamar el sueldo que recibió por... nada. No sólo no deberían haberle pagado un sueldo, sino que deberían haberle cobrado la matrícula. Es de lógica aplastante, aunque quizá ya no se lleva esto de la lógica.

Sigamos. Si el que emite el lírico y tonto mantra es un cursi, pues... en el fondo, ni él se lo cree. Estará intentando quedar bien; no sé si ante sus alumnos (me resisto a escribir "ante todos sus alumnos", pues es probable que incluso los haya tenido del tipo espabilado); no sé si ante sus padres (me da igual si son los padres de los alumnos o los padres del profesor); no sé si ante sus jefes (del colegio, del instituto, de la universidad, del ministerio...); y, por último, no sé si ante su dios o ante sus dioses prebostes pedagógicos (por lo general, pedagogos, con o sin titulación universitaria, pero tocados con brillante aureola santificada o reluciente yelmo de Mambrino, que cumple con la función de disimular su evidente calvicie pedagógica). La cursilería desentrañada -puede ser una explicación- quizá lo que hace es descubrir un intento del profesor para agradecer la atención de su alumnado. Si es así, que lo diga directamente y no se decante por salmos y proclamas angelicales. Si la cursilería lo que esconde es la humildad del profesor podría ser algo un poco perdonable,  pero también muy poco conveniente, porque no sólo desenfoca muy mucho, sino que alimenta sueños irreales y futura frustración en futuros profesores predispuestos a marearse mucho en el piélago de calamidades que les supondrá su servicio educativo.

¿Y si el profesor es un mentiroso? ¿Y si lo dice a sabiendas de que es mentira? ¿O lo dice porque cree en esa mentira? Inútil debatir sobre la función de la mentira, aunque se me ocurra que podría ser para escalar en la vida política. ¡Perdón, perdón! Política, no. He querido decir en la carrera profesional docente. Sí. Creo que es eso. Por otro lado, hay mucho docente que renuncia a la docencia y se hace político, pero ese es otro tema. Volviendo a la mentira, ésta no lo es si el que la emite cree en ella. Entonces ya no es mentira, sino equivocación; y el mentiroso no lo es, sino que es un equivocado... un merluzo... un ignorante. Otra vez en el mismo sitio.

Antes de ser profesor fui alumno. Como alumno, sé a ciencia cierta que jamás aprendieron mis profesores nada de mí. Era imposible porque yo era, como todos mis compañeros, un tarugo. Un tarugo destinado a ser moldeado y convertirse en alguien menos tarugo, merced a la labor de mis profesores.  

Por un momento, voy a emitir mi propio mantra. Es este: yo aprendí mucho de mis profesores. Una pequeña pausa. Hay que matizar. Y ahora viene el palito. No aprendí de todos mis profesores. Algunos no me enseñaron nada o casi nada. No piense el lector que mi mantra es extensivo a todo el conjunto del profesorado. De eso nada. Tuve maestros y profesores (en el colegio, en el instituto y en la universidad) que me mostraron ser auténticos merluzos y caraduras.  Afortunadamente para mí, estos inútiles convivían con otros profesores dignos y competentes: los que enseñaban y te educaban. Me daba igual que los métodos de estos buenos profesores fueran tradicionales o innovadores. Eso es un asunto sobre el que adquirí conocimientos mucho más tarde, cuando llegué a ser profesor. Lo importante del buen profesor es ser ordenado, cercano y exigente. No aprendí nada de quien improvisaba o no sabía por dónde iba. Ni de quien era un malaje, cuando no un sociópata. Ni de quien no comprobaba si yo avanzaba o no. 

Hoy abunda mucho el tipo -o se propugna el tipo- de profesor enrollado, no exigente y poco dado a su intervención directa en clase. Pienso que este profesor no enseñará nada a sus alumnos, como no sea que estos aprendan de él que no tienen ni que esforzarse ni que preocuparse por no saber nada de nada. Puede que muchos de estos profesores, encima, repitan el maldito mantra: aprendo mucho de mis alumnos. Pan con pan, comida de tontos. Ya protestó el gremio de panaderos. Por eso lo corrijo. Por eso y porque, en realidad, no hay pan por ningún lado. Ni lo da este profesor ni lo dan sus alumnos. ¿Un día sin pan? No. Un curso entero.

Gracias a mis lectores. Aprendo mucho de ellos.

Pablo Ángel Gil Morales ha sido profesor de instituto y es el autor de TIZAS ROTAS.

TIZAS ROTAS (2022). Editorial DONBUK. 536 páginas.