Antes de centrarme en la figura de este tipo de profesor, el que más abunda, manifestaré una intuición que cada vez tiene más visos de coincidir con la realidad. Es esta: la lectura sólo interesa a una muy pequeña parte de la población. Estudiantes aparte -obligados lectores ante sus libros de texto-, el resto de lectores habituales -y los hay hasta empedernidos- no alcanza una tasa demasiado significativa como para reflejar un interés cultural notable en nuestra sociedad. Ni el libro de papel ni el ebook son hoy productos de primera línea. Y mira que hay temáticas, colecciones y esferas para todos los gustos. Así y todo, la lectura es un bien del que no muchos pueden presumir y cada vez parece más un reducto frikie. Que le pregunten a los muchos libreros que han cerrado en los últimos años.
¿Y los profesores? ¿Leen más que el resto de la población? Una respuesta ligera y poco meditada tendería a ser afirmativa. ¡Por supuesto que los profesores leen, faltaría más! Sin embargo, mi experiencia no es ya que me aleje de tan inmediata respuesta, sino que me coloca a tan larga distancia que ya no veo ni la pregunta.
No. Los profesores -ni ahora ni en mis tiempos como docente- no son asiduos lectores, ni siquiera comunes lectores. Con la excepción de la obligada lecturas de los documentos que generan y presiden la burocracia en la que el sistema educativo está inmerso, los profesores apenas leen, con la salvedad de lo que el campo de sus especialidades docentes les ofrece. Y veces, ni eso. Conozco a muchos que ni se reciclan así. Ni así, ni de ningún otro modo.
Es cierto que, siempre según mi experiencia, hay profesores de Literatura que leen novela o poesía en su tiempo libre. También los hay de Filosofía, Latín, Inglés, Francés o Ciencias sociales, que suelen leer y estar al día de mucha de la literatura y ensayística actual. Puede que los haya en otras especialidades aficionados a muy diversos rincones temáticos. He conocido a algunos, pero no es la norma.
Lo que apenas he conocido es a profesores que lean sobre pedagogía. ¿Apenas? Apenas, no. A muchas penas, sería más realista. En la práctica, más bien nada. Nada, con la salvedad de los profesores de Pedagogía, los que escriben libros y artículos que después sólo leen ellos o, como mucho, sus propios estudiantes.
Los profesores de Primaria y de Secundaria que llegué a tratar se caracterizaron por relacionarse con la Pedagogía de dos formas muy distintas. Los de Primaria se conformaron con lo que le transmitieron en sus tiempos universitarios, asumiendo propuestas poco comprobadas pero que encontraban encaje en el mundo educativo oficial que les pagaba por su labor. Los de Secundaria, poco enterados ya en sus años universitarios de tales propuestas, asumieron que todas las que les llegaron después eran inútiles para su profesión y que la Pedagogía era un estorbo. El resultado que yo pude comprobar en cuanto aterricé en el mundo docente es que tanto los de Primaria como los de Secundaria, lo ignoraban todo sobre los aspectos didácticos básicos y fundamentales para el aprendizaje de su alumnado. Unos por dejarse llevar por corrientes didácticas sin rigor y otros por no saber aplicar ni las corrientes didácticas más consolidadas y eficientes.
Cualquier intento de conversación por mi parte sobre Pedagogía con los profesores de ambos niveles acababa enseguida. O bien escuchaba el batiburrillo oficialista acerca de la Nueva Escuela y el Constructivismo sin reservas y aislado de otras influencias -y, por lo general, muy cogido por los pelos porque con sólo mencionarlo se acababa la discusión-, o bien me veía apabullado por el muy indignado y prepotente discurso antipedagógico que negaba la validez de cualquier propuesta que llegara del mundo de la Pedagogía -fuera esta antigua, tradicional, innovadora o alternativa-. Así que entre religión pedagógica oficialista, por un lado, y cerrazón a todo diálogo sobre Pedagogía, por otro, me tuve que desenvolver muy a solas tanto para desmontar mitos pedagógicos nada científicos como para construir y aplicar las técnicas de enseñanza que me parecieron adecuadas.
He sido bastante lector. No he sido un campeón de toda lectura, pero he leído lo mío. Y una de las cosas por las que me dio fue leer sobre Pedagogía. Lo hice así porque muy pronto, como profesor, me di cuenta de que había personas que escribían sobre la labor de los profesores, en muchas ocasiones, criticándola. Estas personas eran pedagogos y se dedicaban a proponer cambios, a comentar técnicas y a poner en solfa muchas cosas de mi mundo educativo.
Mi reacción inmediata fue intentar formarme, leer y aprender sobre lo que decían. Algunas cosas me llamaron la atención y otras me extrañaron demasiado. Aprendí y pude aplicar técnicas de enseñanza que mejoraron mi burdo proceder y, también pude comprobar que muchas otras propuestas carecían de alcance. También conocí que no todos los pedagogos piensan de la misma forma y que hay distintas escuelas y enfoques. Y también concluí que muchos pedagogos no habían descendido a los colegios y los institutos de los que tanto hablaban y escribían desde sus poltronas universitarias.
Y, a medida que pasaban los años, vi crecer al profesor mediocre e inútil. Seguía sin leer. Ni pedagogía ni nada que le sirviera para mejorar mis impresiones sobre él.
El profesor mediocre despreciaba con ignorante altivez a los pedagogos, simplemente por ser pedagogos. El profesor mediocre no preparaba sus clases demasiado; tampoco las programaciones didácticas, al fin y al cabo, no pensaba en tener que leerlas y cumplirlas después. Además, en el nivel de Secundaria, el profesor mediocre solía decirle a quien le escuchara que él solo trabajaba dieciocho horas a la semana, las horas en las que daba sus clases; y, a veces, sólo quince horas si tenía la suerte de ser designado jefe de su departamento. No incluía como trabajo ni las horas de guardia, ni las de reuniones de equipos educativos, ni las de claustro, ni las de tutorías y gestiones varias y planificación, tal vez porque se las pasaba dormitando y dejando estas a la iniciativa de otros compañeros. Puede que tampoco contara las horas dedicadas a la corrección de exámenes y tareas, si es que hacía estas cosas con seriedad. Como no preparaba sus clases, ni leía sobre pedagogía o didáctica, no sentía la necesidad de reciclarse de forma alguna; a lo sumo, leería por encima las instrucciones del impertinente jefe de estudios. Su trabajo era sólo estar presente ante su alumnado en las horas de clase que tenía asignadas. Este profesor tan mediocre podría haber hecho muchas más cosas en sus clases y no limitarse únicamente a seguir un libro de texto escrito por otros, un material no siempre demasiado idóneo sin un esmerado y atento seguimiento por su parte.
Conocí a mucho profesor mediocre que, sin proponérselo, le dio la razón a mucho pedagogo mediocre. Ninguno de ellos llegó a leer cosas parecidas a esta. Y, si lo hizo, su mediocridad le impidió analizarse o darse por aludido. También cabe la posibilidad de que, ya consciente de su inutilidad e impostura, decidiera dejar de militar como profesor mediocre para ingresar directamente en las filas del profesor nocivo. En realidad, siempre estuvo a un solo paso.